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Yohana Sosa | 11:12

El menú de Filomena

Filomena esperaba el colectivo a las 7.30 de la mañana de un lunes lluvioso y helado. Cuando se despertó ese día pensó en que realmente hacía un frío de cagarse y que sería fantástico quedarse en la cama tapada hasta la mollera, pero sabía que la multa vencía ese día y debía ir al banco a pagarla. Así que se levantó, se lavó los dientes, se puso la ropa del día anterior y salió a la calle.
Dos cuadras la separaban de la parada del colectivo, las caminó apresurada, todavía estaba un poco oscuro. Cuando llegó a la parada se sintió más tranquila, había una mujer y un hombre, pensó que seguro iban a laburar. Miró hacia la esquina y venían dos chicos. Uno de ellos llevaba en la cabeza una gorrita Hangloose blanca con la visera tirada hacia la cara; el otro tenía unos pirinchos parados y puntiagudos, endurecidos como por un cuarto de gel. Sí, tenían pinta de chorros pero a Filomena no la inquietó hasta que llegó un colectivo que no era el suyo y vio que la mujer y el hombre subían. Pensaba si subía, no subía, subía… y subió.
En el colectivo había olor a viejo, a perfume, a cebolla, a huevo duro (seguro de la vianda de alguno) y a bolas. Filomena tuvo rabia, de no haber pasado en zigzag los conitos de la caminera no se hubiera comido la multa. Y no fue tomada de pelo como le dijo el policía, ni estaba borracha como dijo un segundo policía, estaba más cerca de ser loca como le dijo un automovilista que pasaba por el lugar. Ella era así, tomaba por los caminos equivocados y después reparaba en que era demente actuar como lo hacía… Era su instinto hacer las cosas al revés, olvidarse de lo importante, relajarse en los momentos cruciales, mandar a la mierda a personas de doble apellido, en fin…
En medio de tanto olor sólo le quedaba poder seguir alguna conversación, le gustaba escuchar hablar a las personas, conocer que hacían, cuáles eran sus problemas… Esta vez le llamó la atención una charla entre una mujer y una jovencita. La mujer iba a una fundación para prostitutas dónde aprendían otros oficios: a bordar, tejer, pintar… La más grande animaba a la más joven, que parecía compartía el rubro, a que conociera el lugar. La joven se notaba incómoda porque la mujer hablaba con vehemencia y en voz muy alta. También reparó en un viejito que estaba sentado cerca del asiento de donde ella se agarraba. El hombre la miraba pensativo y tuvo ternura del abuelito; lo relojeó durante cinco minutos y se sintió involucrada en pensamientos trastornados del viejo. El abuelo mas los olores mas que no había desayunado le dieron nauseas y se bajó apresuradamente.
Nueve cuadras la separaban del banco, caminó con sueño y sin ganas. Cuando había hecho tres cuadras se encontró con Esteban, en el momento en que se vieron ella se paralizó, Esteban le gustaba más que las papas fritas a caballo. Tomó coraje, se acercó y se saludaron: -¿Cómo estás?- dijo ella –Mal- dijo él y le contó que su primo había muerto hacía una semana. Le contó que le quisieron robar y se resistió –Los chorros le dieron un tiro en la pata- dijo Esteban con los ojos llorosos, ella estaba dura. Sólo podía pensar en que estaba frente a él, comprendía la gravedad de la historia que escuchaba pero sus sentidos se enfocaban en Esteban. Él seguía hablando –con la pata así se resbaló y se cayó en un pozo, no sé creo que arreglaban algo del agua-. Narró con sentimiento la muerte de su primo y Filomena no podía mirarlo con atención, no podía abrazarlo ni decir nada sincero; sentía que cualquier gesto delataría todo el amor que sentía. Cuando él se calló ella sólo dijo: -lo siento mucho, en unos días te llamo a ver cómo estás. Es una desgracia todo lo que pasa- y se despidieron.
Sí, a Filomena le encantaba Esteban más que las papas fritas a caballo pero creía que era más seguro salir con hígados a la portuguesa y brócolis sin sal.

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